Elaborado por: Javier Medrano CEO. Medrano & Asociados.
Cuando las personas están mal, presentan un mayor riesgo de hacer trapacerías y, además, con una marcada felonía. Por el contrario, cuando las personas se encuentran bien consigo mismas y en un entorno de confianza, tienden comportarse de una manera equilibrada y racional. El estado de ánimo de “estar bien” es un poderoso pegamento social y de conducta moral.
Lamentablemente, Bolivia es un caos permanente donde los políticos, dirigentes y autoridades zascandiles – no son sólo los masistas y sus hordas mafiosas, sino la clase política en su conjunto - han extraviado su comunicación fidedigna con sus electores, han hecho un extraordinario trabajo para vapulear las instituciones, para desacreditarlas, para romper la independencia de poderes, han judicializado la política, el derecho a la protesta, han resquebrajado el orden social y, se han, literalmente, pasado por el orto la ética y la moral.
Dime que tan dispuesto estas de violentar la democracia y te diré cuán exitoso llegarás a ser en la política nacional.
Las cifras nos muestran que en estos 15 años, la cifra de los movimientos de protesta en todo el mundo se ha multiplicado por tres (cerca de tres mil en 101 países entre 2006 y 2020), cuyo factor común es el rotundo fracaso de los políticos, como principal factor endémico, a tiempo de resolver problemas críticos como la corrupción, el desafío sanitario (pandemia), el cambio climático, la pobreza, la inclusión y la generación de oportunidades de bienestar económico, laboral, social y acceso a una salud de calidad.
El malestar y el cabreo social es el sello de nuestra época. Un sentimiento calado por la frustración y que impacta en el estado de ánimo social —colectivo y personal— que a juicio de expertos presenta una gran variedad de sintomatologías: desde la apatía a la ira, del miedo a la nostalgia, de la agresividad a la intolerancia y, por supuesto, en el maldito racismo de ambos lados y a la discriminación de unos contra otros. Se piensa lo que se siente. Y se actúa en consecuencia. Obviamente, el malestar personal deviene en una profunda desconfianza colectiva.
Bajo esta mirada, el país terminará por profundizar una especie de triple crisis del sistema político, que indefectiblemente, obligará a repensar su funcionamiento. Hemos llegado como sociedad a un punto sin retorno con un síntoma gravísimo cuyos síntomas son la confluencia de una crisis profundísima de liderazgos, de mayorías y de representación político partidaria, sindical, gremial y de otras instancias cívicas.
Un estudio reciente del Pew Research Institute sobre 17 países desarrollados, que incluye desde Estados Unidos y Canadá hasta Alemania y Francia, sostiene que un 56% de los consultados plantearon que es necesaria una “significativa reforma política” y un 51% cambios económicos estructurales.
Los gobiernos han sido incapaces de producir prosperidad y, en cambio, generaron pobreza y desigualdad y, la población, ya no acepta esa condición y sabe en su fuero interno que hay una incapacidad de sus políticos para decirles que existe una salida, una esperanza. El horizonte de expectativas ha colapsado.
Y si sumamos las redes sociales a estas miasmas con su enorme capacidad de desinformar, mentir, confundir, agredir, convocar, identificar, compartir, difundir, movilizar, castigar, manipular, denunciar y, claro, perseguir, estamos en un vórtice nefasto. Ahora más que nunca necesitamos demócratas que defiendan el diálogo y la concertación genuinas y no maniqueas. Pero, ¿acaso, todavía, existe uno siquiera?