Elaborado por: Javier Medrano Director y CEO de la agencia.
Vivimos amenazados. Y no es una exageración o una conducta a la defensiva. Tampoco es un dramatismo infundado. Es que realmente vivimos con una navaja en el cuello y contra la pared. Respiramos con el corazón apretado con la plena certeza de que algún abuso, coerción, trampa o chantaje nos caerá en cualquier momento. Y desde las propias instituciones del Estado, policía, tránsito, justicia, impuestos, como de las pendencieras organizaciones sociales y mafiosas que pululan en nuestra economía ilegal, como los transportistas, los gremialistas, los narcococaleros y una larguísima lista de miserables que no aportan un centavo a la economía legal y formal de este país.
Nos acorralan todos los días: A nosotros, a nuestros hijos, a nuestros colegas de trabajo, a los emprendimientos de jóvenes profesionales que ponen todo su intelecto en crear empresas, empleos y bienestar. Nos arrinconan y nos generan miedo, nos pisan el cuello y nos obligan a aceptar lo inaceptable. Nos atan de manos y pies para obligarnos a reconocer como líderes a personas inmorales; nos asfixian todos los días con sus demandas abusivas y desquiciadas y, sin opción alguna, nos constriñen a validar lo ilegal. Terminamos siendo cómplices de la barbarie y el descontrol.
Desde el poder: aquella cumbre inhóspita y atiborrada de esperpentos, discriminan, insultan, agreden, persiguen, humillan y, claro, amenazan. Todos. Los de ayer, los de hoy y, seguramente, los de mañana. Todos llegan a esa colina desquiciados para luego aplastar a los de abajo. Estamos desollados por una piara de políticos brutalizados.
La borroka política embrutece los noticieros y titulares y a diario nos condenan a mirarlos y escuchar sus sandeces, sus improperios y tragando saliva, nos encogemos de hombros, entregados, sabiendo que estamos liderados por gente desalmada, inepta y corrupta. De acuerdo con estudios sobre el humor del boliviano – medición sobre el sentido de ánimo de cada ciudadano – hemos pasado del rechazo al abuso de los políticos a casi la aceptación de un brutalismo para ejercer la política. Todos se insultan todos los días y los noticieros amplifican esa brutalidad desatada y esta anomalía ya es “normal”.
La competencia radica en medir quién es más capaz de imponer su narrativa de desidia, sobre otra, para vanagloriarse como un político hábil, cuando en realidad es un embrutecido incompetente que manipula los medios, en busca de titulares huecos.
La filósofa alemana Anna Harendt sostenía que el arte de la política es la capacidad de entender, validar y reconocer al oponente – a la pluralidad, específicamente de la que muchos se llenan el gráznate como buenos impostores que son - y juntos construir diálogos propositivos en beneficio de la sociedad en su conjunto. Es la habilidad de buscar soluciones conjuntas; lo contrario es la edificación de totalitarismos. Y todos sabemos que en esos regímenes la democracia, la disonancia, la oposición y la libertad de expresión no tienen cabida.
De hecho, cualquier consideración sobre la política, por más mínima que sea, debería – como un acto moral - partir de un hecho ineludible: la pluralidad del pensamiento humano. Esta es la condición sine qua non de la política: el hecho de que las personas conforman una disparidad de visiones, de individuos únicos y diferenciados entre sí, y es, precisamente, esta acción de pluralidad que la política debería preservar. Esta aceptación del otro y del pensamiento distinto al de uno, tiene un cimiento: la educación y la formación personal. Y, acá, caemos en otro abismo de nuestra sociedad.
El peligro gravísimo es que esta conducta irreflexiva fomenta el odio, el miedo, las emociones más primarias hacia el “otro” y una vez que las alentamos, este brutalismo se sale de control y el discurso del rencor se instala entre nosotros, nos envenena y perturba nuestras relaciones de amistad, de vecindad y hasta familiar. Así de feroz y de peligroso puede ser el contagio de este brutalismo político.