Elaborado por: Javier Medrano Director y CEO de la agencia.
Bolivia es un país de odios y rencillas. Nadie quiere resolver los problemas reales del país. Por el esfuerzo que requiere el consenso.
En Bolivia estamos en temporada alta de zopilotes. Las arpías y las aves carroñeras revolotean sobre nuestras cabezas con sed de venganza y revanchismo. No son una parvada propia de unos y ajena de otros. Todos por igual, tienen propiedad en más de una de las aves negras cuyas alas se extienden para planear en busca de un opositor o enemigo coyuntural, para sacarle los ojos y comerse su cerebro.
Bolivia es un país enfadado. Y es un sentimiento que viene de muchísimo tiempo atrás. Desde el nacimiento de su vida republicana. De explotaciones de clases sobre clases, de políticos y agrupaciones que abusaron del poder, de los robos constantes a la dignidad de los bolivianos, de la corrupción permanente, de la ausencia de liderazgos dignos de seguir. Bolivia es un país forajido. Nos esmeramos en sacarle cuero al enemigo. Hacemos escarnio público. Usamos todas nuestras herramientas – e incluso más-, solo para denostar, perseguir, encarcelar y odiar sin reparo.
La ira está generalizada y es cada vez más ensordecedora. La culpabilización de todo y por todo está desenfrenada y ya somos incapaces de asumir responsabilidades propias. Los grupos dominantes están desmesurados y su histeria – inducida por el miedo profundo -, cierra todos los caminos a una mirada prudente de la realidad.
Bolivia es un país de odios y rencillas. Nadie quiere resolver los problemas reales del país. Por el esfuerzo que requiere el consenso. Encarar las contrariedades y buscar su resolución amerita la necesidad impajaritable de ser creativos, proactivos; de abrir canales legítimos de conversación – que es la capacidad de escuchar, de manera legítima -. Es demasiado esfuerzo. Es muchísimo más fácil mostrar ira y destruir. La venganza y el desquite hacia los otros es una moneda corriente de fácil canje y valía en tiempos revueltos. Puede más el gorila, el torpe, el abusivo, el miope. Puede más la saña, la calumnia y la envidia que el diálogo. Eso es para débiles. Para gente extraviada.
Bolivia es un país del miedo. Todo este odio que se destila y se incita entre regiones, entre sociedades del oriente y occidente, entre los del llano y los de las montañas, entre los del frío y los del clima cálido, se basa en la desconfianza. El miedo empuja un ardiente deseo de desquite con el otro, como si infligir sufrimiento en los demás, pudiera resolver los problemas propios. Es el infantilismo de falsa víctima, inmaduro y con un profundo resentimiento hacia el otro, cimentada en una eterna sospecha. Son unos medrosos. Todos le tienen pavor a tender la mano. Más rentable es el puño.
Bolivia es un país de furia. Los furibundos pululan en todas partes. Están enquistados en la justicia, en la policía, en la política, en los concejos, en las asambleas legislativas, en el transporte privado y extorsivo de los micros y minibuses, en los gremios, sindicatos, en los narcos cocaleros y tiktokeros pisa cocas y narcos; hay furibundos en las calles y avenidas de nuestras ciudades que caminan con rencor, encono y chocan sus hombros con los de los demás en busa de una impronta estéril. Son personas de poca estofa embebidos en cólera.
Las furias son descritas en la historia ateniense como figuras negras repulsivas y repugnantes que en lugar de hablar gruñen y gimen ruidos animalescos y de sus ojos caen gotas de un líquido espantoso. Las furias se alimentan del resentimiento desbocado, que es obsesivo, destructivo y cuya única razón de ser es la de infligir dolor y desgracia.
Las furias no realizan una transición hacia la democracia. Hasta el final son seres bestiales que amenazan con destilar su veneno sobre el país. A diario, en los televisores, periódicos y radios amplifican sus arcadas.
No se puede demandar a esta lacra conciencia, raciocinio o juicio común. Por eso es por lo que Lucrecio escribió que la ira política y sus operadores furibundos son hijos del recelo. Del temor. Son paridos por aquel miedo que produce todos los males políticos que les hace ver en todos lados y en todos partes enemigos. No duermen bien. No comen sano. Sus vísceras crujen y siempre están con una mirada de espanto por temor a la llegada de la estocada final.