Elaborado por: Javier Medrano Director y CEO de la agencia.
Desde la llegada de los gobiernos populistas y socialistas, la crispación social ha sido la tónica en cada una de las sociedades donde estos regímenes se apoderaron del poder, a través del voto popular. Venezuela, Cuba y Nicaragua son los países tolvaneros del descalabro político, de la degradación de sus estados e instituciones y de la vulneración de, prácticamente, todos los derechos humanos de una sociedad.
Y en cada una de estas naciones, curiosamente, se ha asentado un sentimiento de desánimo, desesperación y, al mismo tiempo, de resignación, al no ver un futuro inmediato cierto o mínimamente fiable. Parece haberse perdido la conciencia del peligro, de la habilidad de atisbar con anticipación, aunque mínima, del iceberg al que hay que evitar a toda costa. ¿Acaso hemos perdido la brújula como sociedad y nos hemos ido – entregados y sumisos – de frente contra ese gigantesco bloque de hielo?
Lo cierto es que la depresión es la melancolía desprovista de su encanto. Estos titanes de la destrucción democrática han arrastrado los límites a un estadio en el que habría que preguntarse si no estamos, ya de lleno, en el riesgo de la propia supervivencia de la democracia.
¿Cómo es posible que las democracias puedan sobrevivir a los ataques de estos aspirantes permanentes a autócratas, empeñados en destruir los pesos y contrapesos que limitan sus poderes? El poder no suele cederse de manera voluntaria, en estricto cumplimiento de las constituciones. Para ellos es preciso, con suma urgencia, degradar las leyes, debilitar a sus oponentes políticos y, despabilados, se suben a las torres y desde allí, arengan que quieren el poder sin condiciones y para siempre, para luego esquilmar a propios y ajenos.
Lo sucedido en Argentina, con el intento de magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner – la política más polarizadora del país trasandino y que ha violentado a toda una sociedad, marcando una grieta profunda y casi insalvable, sólo para esconder sus innumerables actos de corrupción que junto a su marido el expresidente, Néstor Kirchner, hicieron del poder su caja chica para sus maleantadas -, es una clarísima muestra del riesgo de estos hechiceros de la política, que pueden conducir a la gente a realizar actos de violencia pura, como es el intento de un asesinato.
¿Qué ha tenido que pasar para que un ciudadano, se pase del odio político a la violencia pura, e intente matar a un político en una sociedad, como una única solución plausible?
The Economist construyó un perfil de esta política argentina y la gráfica como una persona muy resiliente y astuta que instintivamente sabe cuándo hablar y cuándo permanecer en silencio. Destaca que Cristina Fernández ha sabido explotar, inteligentemente, la inclinación de Argentina por el melodrama y el teatro político. Ella es la gran maestra del circo montado donde juega con títeres, payasos, lanza fuegos, perros adiestrados y gorilas dispuestos a tumbar y deshacer todo a su paso, solo para cuidar a la dueña del látigo y el dinero.
Descarada, ufanada y, hasta incluso, desvergonzadamente, ha calificado su juicio por corrupción – que bordea los mil millones de dólares – como una conspiración del poder judicial, los medios de comunicación y las empresas para silenciarla por todo el trabajo que ha realizado en favor de los pobres argentinos. La sociopatía de Cristina es de antología. Como también lo es de Correa, Ortega, Morales, Lula, los Castro, Boric, Putin, Trump, Erdogan y, claro, al epítome de la psicopatía, Kim Jong-un. ¿Cómo lo hacen? Recurren al populismo (demagogia pura, plagada de bonos, beneficios sociales insostenibles, nacionalizaciones del aparato productivo), a la polarización (ya no hay oponentes políticos sino enemigos, conspiradores, imperialistas y demás imbecilidades) y, por supuesto, a su arma favorita: la posverdad. Construyen narrativas falsas, catastrofismos, mienten, engañan, descalifican, arman escenarios, minan credibilidades. Montan el circo y mueven los hilos de sus recuas circenses.
Cuántas veces escuchamos a Morales y a Chavez denunciar intentos de magnicidio. Son mártires en vida, crucificados sin cruz ni clavos, azotados sin látigos, lapidados sin piedras, inmolados sin fuego ni sangre.
Ahora la duda es legítima. ¿Habrá sido un verdadero intento de magnicidio? ¿Habrá sido posible gatillar dos veces y que la pistola no dispare una bala? ¿Habrá sido posible vulnerar toda una custodia, más grande que la del propio presidente de Argentina, y atentar contra la mandataria tan fácilmente? Lo único cierto es que ella es culpable de haber abierto una grieta profunda de odio y revanchismo, sólo para ocultar sus fechorías. Porque al final, Cristina Fernández de Kirchner es solo eso: una ladrona de poca estofa y dueña del circo “Los Hermanos Peronistas”.